O, al menos, no tanto como hace escaso tiempo.
Que sus ojos brillan. Demasiado.
Y no es la ilusión la culpable.
Aguanta. Resiste.
Evita pestañear, porque sabe, que si lo hace,
una lágrima va a caer.
Y después otra. Y otra.
Se conoce sus lágrimas de memoria.
No quiere que la gente perciba ese olor transparente y salado.
Por ello, esquiva el contacto visual. O, al menos, lo intenta.
Aunque tiene claro una cosa.
Por mucho que le vean llorar, nadie moverá un dedo por ayudar.